Amor de atardeceres...
No todos conocen el amor, a veces nos pasa enfrente y no nos damos cuenta.
Cuántas veces he cerrado mis ojos para verle en mi interior, pero a veces el recuerdo es engañoso y sólo te regala escenas específicas que así como vienen, se van y se diluyen en la memoria.
Hace un tiempo, conocí a un joven lleno de sueños, inseguridades, silencios y vacíos. Fuimos juntos a la Academia de Letras y compartimos mucho tiempo, lo suficiente como para saber quién era, qué quería y a dónde se dirigía.
Cada tarde, nos veíamos y aprovechábamos los ratos libres para conversar y compartir inquietudes; a veces me parecía ambiguo, pero había algo que me atraía de aquel caballero pleno de enigmas.
Hubo unos días que estuvimos muy cerca, más de lo normal; nuestras miradas se encontraban, nuestras manos jugaban a esconderse unas en las otras y las sonrisas nos hacían cómplices. Me sentía muy bien en su compañía, pero a la vez tenía miedo de ser herida una vez más; quizá era tarde ya para eso, pues llegó el momento esperado, en el que se definiría todo aquello que nos estaba pasando y me dijo que quería acostumbrarse a mí.
No sé si fue apresurado, o simplemente todo lo que sentía dio vueltas en mi mente sin siquiera preguntarle al corazón, lo cierto es que le dije que no era cuestión de costumbre, sino de querer y que no quería que me hiciera daño.
La historia terminó y la distancia fue cada vez más grande, más fuerte y más dolorosa; una distancia llena de cercanía y cotidianidad, pero ya nada fue igual, porque el temor ahogó en un mar de lágrimas el sentimiento que a penas nacía.
Durante semanas dormí intranquila, no podía soportar tanta indiferencia, hasta que un día desperté sobresaltada, me asomé a mi ventana y parecía que todo estaba en orden, sin embargo, tenía una presión en el pecho que me indicaba que algo andaba mal.
En la tarde fui a la Academia, caminé por el largo y oscuro pasillo que me conducía a la sala de clases y él no estaba ahí; nadie tenía idea de su paradero y eso me angustiaba más.
Recuerdo ese día mejor que ninguno otro de mi vida; no tenía cabeza para estudiar ninguna lección, estaba ida del mundo. Mi cuerpo estaba en ese preciso instante y ese mismo lugar, pero mi mente se había ido muy lejos de ahí, tan lejos como el viento se lo había llevado a él.
Por un momento sentí su presencia en la silla tras de mí, pero era un simple espejismo porque él ya no estaba; había emprendido un viaje
que lo llevaría a encontrarse consigo mismo y a descubrir su destino.
Aquel chico inseguro de sí, había conseguido la fuerza que necesitaba para dejarlo todo y tomarse un tiempo de reflexión. Simplemente tomó su sentir y su pensar y se fue a perseguir el horizonte, buscando respuestas, esas que sólo en su corazón habitan.
Yo, desde mi ventana le veo, justo cuando el sol se pone; cierro mis ojos y desde la línea que divide el cielo de la tierra está él observándome.
Ahora siento mucha paz, sé que él es feliz donde quiera que esté.
Amarle es dejar que vuele alto en libertad y sea profundamente feliz en la distancia, aun con el temor de que no vuelva, ya que es su bienestar, el mío.
Tal vez ese sentir no vuelva a tocar mi puerta, pero siempre estará albergado en mi corazón aquel amor que se fue con el sol del atardecer.
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