Esos ojos...
Nunca conocí a una mujer con esa tristeza en los ojos.
Por largo rato la estuve observando sin que ella se percatara de ello; ante el público esbozaba una sonrisa rígida y casi podría describir el esfuerzo que ella hacía para mantenerla, al menos cinco segundos.
Era elocuente y madura en su discurso, pero muy en el fundo era una niña asustada ante las sombras que formaba la noche en su habitación.
Cuando por fin pude estar cerca de ella, vi que en sus ojos tenía millones de lágrimas represadas y se lo dije; ella dejó escapar a una y yo la tomé en mis manos para devolvérsela.
Ella no hablaba, pero tengo la certeza de que pensaba en mil cosas…
Creo que entró tan dentro de sí que aprovechó a escudriñar cada rincón de su pensamiento, pero al ver su propio corazón, decidió encerrarlo en el cofre de la razón.
Todo esto lo leí en sus ojos y nunca me sentí tan conmovido.
Su dolor era mío, porque al verla, ella se apropió de mi pensamiento y yo me adueñé de lo que a ella le dañaba.
Quería convertirme en su protector, pero ella no me dejaba; no permitía que me acercara demasiado y mucho menos que tocara su corazón, pues lo franqueaba con mil escudos y siempre tenía una amarga respuesta a mis dulces intenciones.
Con el tiempo descubrí que esa mirada nublada, dirigida al horizonte y a veces perdida en otro mundo, tenía una imagen constante y perenne que se había vuelto parte de ella.
Cada una de sus lágrimas llevaban consigo un pedacito de su corazón y un nombre que le dolía en el alma, pero ese nombre no era el mío y su desvivir no era por mí.
En mí encontró al amigo, casi imaginario, por el encierro en sí misma; de vez en cuando le robé una sonrisa y de vez en cuando me robó el corazón.
No lograba que comiera o me dijera mucho más que una frase filosófica con la que lograba callarme por varias horas.
Hablar no importaba mucho cuando acostados en la grama nos podíamos acompañar.
Un día me invitó a caminar y la verdad no recuerdo cuanto tiempo pasó porque se fue volando; lo cierto es que llegamos lejos, tan lejos como a nuestros ojos les era posible ver.
En es punto, no quedaba otra cosa que regresar, pero lo verdaderamente importante de aquel paseo fue el haberla escuchado contar su vida, su historia; ella habló todo el camino, como compensando todo lo que yo le había hablado a ella en mucho tiempo.
Me entregó tanto de sí que me sentí agradecido…
Su corazón seguía habitado, pero ya no por el dolor; dejé de ser su amigo imaginario para ser su amigo de verdad.
Ella se hizo libre, salió de su prisión, más esos ojos soñadores de vez en cuando tienen un dejo de nostalgia, melancolía y tal vez incomprensión.
Por largo rato la estuve observando sin que ella se percatara de ello; ante el público esbozaba una sonrisa rígida y casi podría describir el esfuerzo que ella hacía para mantenerla, al menos cinco segundos.
Era elocuente y madura en su discurso, pero muy en el fundo era una niña asustada ante las sombras que formaba la noche en su habitación.
Cuando por fin pude estar cerca de ella, vi que en sus ojos tenía millones de lágrimas represadas y se lo dije; ella dejó escapar a una y yo la tomé en mis manos para devolvérsela.
Ella no hablaba, pero tengo la certeza de que pensaba en mil cosas…
Creo que entró tan dentro de sí que aprovechó a escudriñar cada rincón de su pensamiento, pero al ver su propio corazón, decidió encerrarlo en el cofre de la razón.
Todo esto lo leí en sus ojos y nunca me sentí tan conmovido.
Su dolor era mío, porque al verla, ella se apropió de mi pensamiento y yo me adueñé de lo que a ella le dañaba.
Quería convertirme en su protector, pero ella no me dejaba; no permitía que me acercara demasiado y mucho menos que tocara su corazón, pues lo franqueaba con mil escudos y siempre tenía una amarga respuesta a mis dulces intenciones.
Con el tiempo descubrí que esa mirada nublada, dirigida al horizonte y a veces perdida en otro mundo, tenía una imagen constante y perenne que se había vuelto parte de ella.
Cada una de sus lágrimas llevaban consigo un pedacito de su corazón y un nombre que le dolía en el alma, pero ese nombre no era el mío y su desvivir no era por mí.
En mí encontró al amigo, casi imaginario, por el encierro en sí misma; de vez en cuando le robé una sonrisa y de vez en cuando me robó el corazón.
No lograba que comiera o me dijera mucho más que una frase filosófica con la que lograba callarme por varias horas.
Hablar no importaba mucho cuando acostados en la grama nos podíamos acompañar.
Un día me invitó a caminar y la verdad no recuerdo cuanto tiempo pasó porque se fue volando; lo cierto es que llegamos lejos, tan lejos como a nuestros ojos les era posible ver.
En es punto, no quedaba otra cosa que regresar, pero lo verdaderamente importante de aquel paseo fue el haberla escuchado contar su vida, su historia; ella habló todo el camino, como compensando todo lo que yo le había hablado a ella en mucho tiempo.
Me entregó tanto de sí que me sentí agradecido…
Su corazón seguía habitado, pero ya no por el dolor; dejé de ser su amigo imaginario para ser su amigo de verdad.
Ella se hizo libre, salió de su prisión, más esos ojos soñadores de vez en cuando tienen un dejo de nostalgia, melancolía y tal vez incomprensión.
1 Comments:
At 7/13/2007 8:58 a. m., Anónimo said…
Hola Lucia hace algun tiempo que no visitaba tu Blog, me encanta como escribes, tienes una fuerza y una pasión,extraordinaria, espero que en algun momento escribas algo mas personal, tus sueños, tus amores, tu como mujer. Un beso.
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